Doctor, me duele la comunicación. ¿Qué me pasa?

Por Álex Martínez

 

El dolor es algo muy personal.

Primero deberíamos examinar su marca con objetividad. Medirle las constantes vitales, la presión, el ritmo cardíaco, el funcionamiento de sus órganos principales, la oxidación, el índice de grasa… ver si podemos precisar dónde está el verdadero foco del dolor, o si se trata de un dolor reflejo que oculta el verdadero mal.

Para empezar debería desnudarse dejando de lado lo personal, la casuística, las implicaciones jerárquicas, el ego, el “siempre se ha hecho así”, sus propios gustos …

Comprendo que eso puede ser difícil, hasta incómodo, delante de su equipo o de su agencia. Es lo que tiene desnudarse.

No es imprescindible que acuda a la consulta con todos ellos. Además, estando tan involucrados como usted, puede que a ellos también les duela algo. Quizá lo mismo o quizá no.

Generalmente los diagnósticos más acertados nacen de preguntas sencillas, aceptando que algo no marcha bien y que caminar en círculos por la zona de confort no va a solucionar nada.

Si creo que puedo ayudarle yo, hablaremos del tratamiento, de creatividad y de hasta dónde podemos colaborar. Si no, le derivaré al especialista que mejor pueda tratar su dolencia. En cualquier caso, para dar con el problema va a necesitar a alguien que no esté sumergido en el día a día de su marca. Alguien descontaminado y dispuesto a decirle lo que debe oír, no lo que usted quiera oír. Sin servidumbres. Sin palabrería. Sin ningún interés más allá de que su dolencia remita.

El doctor Walter Susini publicaba hace poco en Facebook que el 99% de las veces que un anunciante “ruim” cambia de agencia, el trabajo continúa siendo “ruim”. Puede que el problema esté en lograr distinguir entre lo que se es, lo que se puede ser y lo que se querría ser. Puede que esté en el ecosistema de colaboración, en la relación, o en el concepto de relación. Puede que siga necesitando la medicina tradicional de una agencia, o puede que no. O quizá el quid de la cuestión esté dentro. No descartemos de antemano que el problema pueda estar en usted y que nadie se haya atrevido a decírselo.

Hace unos días debatíamos con el doctor Pere Mayol de Tord que hasta ahora las marcas anunciantes eran de las agencias, pero que muy pronto serán de las plataformas. Que el narrowband diezmará los negocios edificados sobre el broadband, mermando sus capacidades. Y que esta nueva realidad de atomización especializada requiere ya de otro tipo de profesionales de la salud de las marcas. Doctores experimentados capaces de ofrecer una dirección médica, editorial, creativa -o de curación- para ayudar a buscar o a formar los equipos ad hoc según la dolencia.

La terapia deberá ser personalizada. Y tendrá un coste, ni más ni menos que el necesario. Por supuesto, la efectividad del tratamiento también dependerá de quién, cómo y con qué skills cuente quien tenga poder de decisión sobre la comunicación de la marca.

El dolor no es el mismo para todo el mundo. Ni siquiera se percibe de la misma manera. Ni la tolerancia es la misma. Por tanto si lo que le duele es la comunicación, antes de automedicarse, hágaselo mirar.

 

Los peligros del oportunismo

Por Álex Martínez

Un día ha tardado Pepsi en lanzar y retirar su último spot de todas las plataformas. El peor día de la vida del equipo que maneja la marca.  Las airadas -y masivas- respuestas en la redes sociales han forzado al gigante de los refrescos a pedir disculpas públicamente y salir de la parrilla con la cola entre las piernas.

En el spot se ve a varios jóvenes de diversas etnias, bien guapos y modernitos ellos, que dejan sus aspiracionales actividades para irse uniendo a una manifestación callejera, light por supuesto. Curiosamente la mani pasa por delante de una sesión de fotos muy fashion, por lo que la rubia modelo no puede evitar quitarse la peluca para unirse a la protesta.  La marcha avanza, entre música y baile de lo más cool, hasta que topan con un cordón policial. La modelo, ahora morena, toma una Pepsi y se la ofrece al poli en tono conciliador. Cuando éste la acepta, se desata el jolgorio general. Conclusión: ¡qué molones son los negros de Black Lives Matter y las chicas de la Women’s March on Washington!  Y los orientales. Y las musulmanas. Y qué buenos son los polis, de paso. Pepsi para todos y ¡qué bello es el mundo!

Pepsi close

Pepsi no es la primera marca, ni será la última, en intentar aprovechar corrientes de opinión favorables a causas sociales para tratar de ganar adeptos incrementando así su base de consumidores. El problema está en no saber hacerlo. Y, cuando la intentona es tan torpe como esta de Pepsi, esa tan ansiada transferencia de valores puede tornarse en contra de la marca con consecuencias terribles.

Una marca puede apoyar causas, naturalmente. Es una herramienta de marketing legítima. Pero se deben medir muy bien los pasos, sobre todo cuando se mezclan problemas muy serios con intereses comerciales más que evidentes.

Una compañía de tal calibre tiene muchísimos medios para demostrar que empatiza de forma honesta con una causa social, medioambiental o humanitaria. Si lo hace bien, mucha de la gente que mira esas causas con simpatía verá también a la marca con mejores ojos. Ese es el objetivo y nadie debe avergonzarse por ello. Porque la paradoja es que esas causas necesitan desesperadamente esos medios, ya sea en forma de fondos, de visibilidad o de apoyo de campo. El problema es cuando, desde la marca, se confunde oportunidad con oportunismo.

«Pepsi was trying to project a global message of unity, peace and understanding» alega el anunciante en un comunicado.  Pero a los miles de airados usuarios que les han puesto a bajar de un burro me temo que no los convencerán. Ni ahora ni en un futuro próximo. La bola de nieve se ha hecho demasiado grande y demasiado rápido para poder contener la avalancha. Es lo que tienen las redes sociales.

La pieza, protagonizada por Kendall Jenner, ha sido creada por The Creators League Studio, la agencia in-house de Pepsi. Por tanto, la propia Pepsico es la responsable absoluta del fiasco. Esta vez no podrán alegar desconocimiento ni colgarle el muerto a alguna agencia externa.

Y mientras tanto, en Atlanta, alguien debe de estar brindando enloquecido con otra negra y gaseosa bebida. Son los peligros del oportunismo.

Antes de entrar en J. Walter Thompson. Después de salir de J. Walter Thompson.

Por Álex Martínez

A la izquierda, la foto que ilustraba la nota de prensa de mi ingreso en J. Walter Thompson. A la derecha, la que ilustra mi salida, 17 años y 7 meses después.

Y no, no hay nada improvisado al dar este paso.

Realmente es una cantidad de tiempo asombrosa para este sector. Casi asusta. Y puedo prometer y prometo que si Jordi Palomar y Paco Segovia -cuando me reclutaron para la causa- me hubieran advertido que permanecería tantos años a bordo, habría declinado su oferta.

Pero lo cierto es que nunca he tenido la sensación de que el tiempo corría en vano. Ha sido tal la intensidad que más bien me siento como si hubiera estado en tres agencias diferentes.

En J. Walter Thompson he podido desarrollar muchas facetas desde todos los ámbitos de la comunicación. La oportunidad de crear y liderar equipos trabajando para grandes marcas nacionales e internacionales ha sido extraordinaria. He ganado premios y me han premiado con cosas que valoro todavía más. He podido crecer no solo en el oficio, sino también en el negocio. He formado parte del Consejo Ejecutivo y del Consejo de Administración de la compañía en España. He formado parte durante 6 años del Worldwide Creative Council, siendo de los pocos españoles que han tenido este honor en una red multinacional de estas dimensiones. Me han ofrecido oportunidades que sólo mi apego personal a ver crecer mis hijos en Barcelona me ha impedido aprovechar.

Sí, supongo que he visto naves en llamas más allá de Orión. Pero ahora los tiempos están maduros para salir de mi zona de confort y explorar nuevas formas de aportar valor. Mi ikigai ahora es otro.

He tenido la gran fortuna de trabajar con gente maravillosa, tanto en España como en los cinco continentes. Hemos logrado cosas increíbles, hemos sufrido y gozado, superado obstáculos y madurado mucho. Me he sentido valorado por gente que se ha ganado mi más profundo respeto. Ha sido una etapa brutal, que ha valido la pena vivir.

Pero ya llevo un tiempo viendo nuevas oportunidades que no encajan en un modelo empresarial como este. Y siento que es el momento de convertir mi experiencia en una forma de generar valor desde otra perspectiva. Lo podría llamar «creative counseling para marcas», o algún otro palabro que ya me inventaré. Lo que tengo claro es lo que quiero hacer: disfrutar sintiendo que estoy aportando valor, que mi trabajo puede impactar de forma más directa y consistente el futuro de una idea de negocio, una marca o una compañía.

Nuestra industria está viviendo una uberización que permite escenarios colaborativos nunca vistos anteriormente. Voy a vivirlos con intensidad, porque corren tiempos excitantes y porque no sabría hacerlo de otra manera. Con solo pensarlo ya noto fluir la energía. Y no puedo evitar levantarme cada mañana con la sonrisa puesta.

 

Adblockers y la sensación de gratuidad

Por Alex Martínez

AdBlockers se escribe con A de Apocalipsis. La industria publicitaria y los medios de comunicación digitales estamos en shock, porque la popularidad de la tecnología que bloquea nuestra publicidad en internet está creciendo de forma exponencial. Sí, cada vez sois más los usuarios que os instaláis adblockers, o bloqueadores de anuncios, para evitar la publicidad intrusiva. Esa misma que aparece interrumpiendo el disfrute de los contenidos que habéis elegido consumir.

No tenéis en cuenta que si esa publicidad deja de ser efectiva, significa el fin de los ingresos que reporta. Y, por consiguiente, un agujero en la línea de flotación de esos medios que tanto os gusta seguir gratuitamente.  Sin viabilidad económica no sobrevivirán esos contenidos que tú, usuario, tan ricamente disfrutas.

El problema radica en la sensación de gratuidad que gravita alrededor de internet. Esa ecuación falaz de internet = gratis resulta de una ingenuidad perversa.

Pensar los contenidos, elaborarlos, producirlos, publicarlos… requiere un esfuerzo profesional grande. Y los profesionales que trabajan en ello debemos ser remunerados justamente. Por algo es un trabajo, si no sería un voluntariado.

Vivimos en la era del capitalismo más salvaje, resultadista y cortoplacista que se conoce, donde el crecimiento económico ya no es sinónimo de progreso social. El de la hiperfinanciarización y la cartelización de la economía.  Y es precisamente en este contexto donde las almas cándidas aún creéis en el gratis total.

Nada es gratis. Nada.

Si no pagas por el producto, es que el producto eres tú, tus datos, tu privacidad. Debes tenerlo claro. Igual que nada se crea por generación espontánea, los creadores de contenidos no viven del aire.

Consumir publicidad es una forma de pagar al medio que te proporciona ese contenido. Sí, las cookies también. Y abonar una suscripción, por supuesto.

Pero si no estás dispuesto a pagar, de la forma que se te requiera, no esperes que el producto sobreviva. Lo habrás matado tú. ¿Es eso lo que realmente quieres?

Porque lo que no se paga, no se valora. Y lo que no se valora, desaparece.

Cuanto antes lo asumáis, mejor nos irá a todos.

 

Ahora giremos la reflexión 180 grados.

¿Por qué yo, usuario, tengo que pagar por algo que me habéis regalado hasta ahora? ¿Qué culpa tengo yo de que os hayáis instalado en un modelo de negocio insostenible? ¿Por qué, pudiendo evitarlo, tengo que aceptar vuestras insoportables interrupciones en nombre de productos que ni quiero ni necesito?

Desde que la publicidad existe, ha interrumpido lo que estábamos haciendo para reclamar atención y consideración sobre una marca, producto o servicio.

En el lejano oeste, nadie esperaba al mercachifle que vendía crecepelo desde su carromato en medio de la polvorienta calle mayor. Simplemente llegaba al pueblo e intentaba ganarse la atención de los parroquianos. Irrumpía en sus quehaceres, al tiempo que intentaba convencerles de las bondades de sus mejunjes. Pero dudo mucho que culpabilizara al que pasaba de largo.

Después llegaron la prensa, la radio, el cine y la televisión. ¿Y acaso la publicidad que contienen, y con la que se financian, hace algo distinto que inmiscuirse para llamar la atención por cuenta ajena? Nunca nos hemos sentido culpables por ir al baño en medio de vuestros bloques. Ni por pasar página ante uno de vuestros anuncios.

Si conseguís captar nuestra atención, y luego demostráis merecerla, puede que os salgáis con la vuestra y terminemos comprando eso que ni esperábamos ni necesitábamos.

Desde que el mundo es mundo habéis inventado fórmulas para irrumpir en nuestra vida, tanto en el contenedor como en el contenido. El marketing experiencial ya se practicaba desde aquel carromato del antiguo oeste, las soap operas de la vieja radio no eran otra cosa que branded content, los product placement de los blockbuster cinematográficos nacieron para vender productos y financiar películas a la vez.

¿Por qué con internet debería ser diferente? Bien que me colocáis vuestros pre-rolls, banners, pop-ups, posts o tuits patrocinados.

Ah, no. Perdona. Internet ERA diferente.

¿No era la red el medio donde yo era el rey, el centro, el decision maker?

Pues bloqueándote no hago más que ejercer mi derecho. Lo hago porque quiero, pero sobre todo porque puedo.

No entiendo de qué te lamentas si tú, como usuario, harías exactamente lo mismo.

Pensar que la publicidad existe para hacer un mundo mejor, y pretender que todos abracemos ese buenismo vendedor tan de moda últimamente, quizá también es de una ingenuidad perversa. O creer que si una marca dice hacer el bien, lo hará bien en bolsa ¿no es otra ecuación falaz?

Si no para interrumpir, la publicidad se inventó para irrumpir. Y seducir. Y convencer. Y vender. Llamémosle el arte de interrumpir, si queréis. Si lo ejercéis con respeto, buen gusto y mereciendo la atención que reclamáis, quizá os concedamos algo de nuestro tiempo y de nuestra consideración a la hora de comprar.

Pero no esperéis más de lo que nunca os hemos dado.

Cuanto antes lo asumáis, mejor os irá.

 

 

 

 

 

Historias de éxito

por Álex Martínez

 

Según la Real Academia Española, entendemos por éxito el «resultado feliz de un negocio». Palabra que viene del latín exitus, «salida».   Quizá sea por eso, por etimología, que se asocie el éxito emprendedor casi inexorablemente a una buena venta.

Un amigo y compañero de profesión me dijo una vez que el problema de este país es que apenas tenía EMPRESAS, así en mayúsculas. Que éramos principalmente un país de vocaciones funcionariales y de pymes, porque estaba en nuestro ADN. Afirmaba que el mayor anhelo de nuestro empresario tipo era «bienvender», es decir obtener un buen dinero por su exitus. Mientras que en otras culturas, argumentaba, la mayor ambición era hacer crecer la empresa hasta convertirla en compradora en vez de vendedora.

Yo discrepé, naturalmente (me dolió, supongo que por alguna absurda reminiscencia de orgullo patrio). Y ejemplos para contradecirle no faltan. Pero, reconozcámoslo, son tan pocos que no sé si alcanzan para quitarle la razón.

Fijémonos en otra acepción de éxito: «buena aceptación que tiene alguien o algo». Lo cual nos lleva a preguntarnos cómo es el relato del éxito en tiempos de la llamada «generación más preparada de nuestra historia». Cómo se comunica el triunfo cuando lo protagoniza esa misma generación que ha sido empujada a creer que si no eres tu propio jefe eres un looser, que todo es posible y todo está por hacer, que si no te va bien es básicamente por tu culpa y que emprender una startup es la autopista al cielo (o sea, la vía más rápida hacia el éxito).

No deja de sorprenderme que la medida del éxito en el entorno «startapero» se deduzca principalmente de dos sumas. Por una parte está la que se «levanta» en rondas de inversión  (curioso término que también se utiliza para describir a quien logra convencer a alguien con dudosos fines y le «levanta la camisa»). Por otra, la que se logra al vender el negocio. Y todo ello a mayor gloria cuanto menor es el tiempo en que se logra.

La noticia que ilustra este post es solo un ejemplo. Pero es un ejemplo notorio. La imagen principal de la portada de La Vanguardia muestra tres jóvenes exultantes de alegría y al pie leemos «Una historia de éxito en el 22@» (nota para foráneos: el 22@ es el barrio techie de Barcelona). Y ese éxito no es otro que haber logrado «bienvender» su empresa a una multinacional.

El hecho no es criticable, desde aquí felicito a la gente de Social Point (250 millones de dólares son una suma envidiable). Lo que me llama la atención es cómo se cuenta su éxito, y que vender se considere el summum del logro empresarial.

Generalmente el relato del éxito tiende a dejar en segundo plano el propósito de la empresa. Aquello por lo que nació, por lo que es útil a la gente, por lo que sus usuarios han querido que forme parte de su vida.

Siempre he creído que es un error confundir los propósitos con los fines. En comunicación es grave. Pero aún lo es más emprendiendo.

Siempre he admirado a la gente que ama lo que hace y que hace lo que ama. Insisto: en lo que hace, no en lo que gestiona.

Quizá sea un romántico contracultural, como me dijo alguien hace poco. Pero creo firmemente que sólo si amas profundamente lo que haces, eso que haces terminará amándote a ti. Si, además, tienes la dosis adecuada de talento y te rodeas de quien debes, eso que haces estará cada vez mejor hecho. Dice Toni Nadal, el tío y entrenador del supertenista Rafael Nadal, que «es imposible mejorar si no amas lo que haces».

Esa clase de pasión siempre es contagiosa. Es oro puro para la comunicación. Se inoculará en tus colaboradores, en todos los eslabones de la cadena de valor, en tus clientes, usuarios o prosumidores. Todo ello te hará ser mejor en lo que haces.

En mi opinión, ahí están las claves del éxito que deberían estar bajo los focos. Las que deberían servir de inspiración y de ejemplo. Y no tienen nada que ver con atraer la mirada de un gigante multinacional. Éxito, no exitus.