Adblockers y la sensación de gratuidad

Por Alex Martínez

AdBlockers se escribe con A de Apocalipsis. La industria publicitaria y los medios de comunicación digitales estamos en shock, porque la popularidad de la tecnología que bloquea nuestra publicidad en internet está creciendo de forma exponencial. Sí, cada vez sois más los usuarios que os instaláis adblockers, o bloqueadores de anuncios, para evitar la publicidad intrusiva. Esa misma que aparece interrumpiendo el disfrute de los contenidos que habéis elegido consumir.

No tenéis en cuenta que si esa publicidad deja de ser efectiva, significa el fin de los ingresos que reporta. Y, por consiguiente, un agujero en la línea de flotación de esos medios que tanto os gusta seguir gratuitamente.  Sin viabilidad económica no sobrevivirán esos contenidos que tú, usuario, tan ricamente disfrutas.

El problema radica en la sensación de gratuidad que gravita alrededor de internet. Esa ecuación falaz de internet = gratis resulta de una ingenuidad perversa.

Pensar los contenidos, elaborarlos, producirlos, publicarlos… requiere un esfuerzo profesional grande. Y los profesionales que trabajan en ello debemos ser remunerados justamente. Por algo es un trabajo, si no sería un voluntariado.

Vivimos en la era del capitalismo más salvaje, resultadista y cortoplacista que se conoce, donde el crecimiento económico ya no es sinónimo de progreso social. El de la hiperfinanciarización y la cartelización de la economía.  Y es precisamente en este contexto donde las almas cándidas aún creéis en el gratis total.

Nada es gratis. Nada.

Si no pagas por el producto, es que el producto eres tú, tus datos, tu privacidad. Debes tenerlo claro. Igual que nada se crea por generación espontánea, los creadores de contenidos no viven del aire.

Consumir publicidad es una forma de pagar al medio que te proporciona ese contenido. Sí, las cookies también. Y abonar una suscripción, por supuesto.

Pero si no estás dispuesto a pagar, de la forma que se te requiera, no esperes que el producto sobreviva. Lo habrás matado tú. ¿Es eso lo que realmente quieres?

Porque lo que no se paga, no se valora. Y lo que no se valora, desaparece.

Cuanto antes lo asumáis, mejor nos irá a todos.

 

Ahora giremos la reflexión 180 grados.

¿Por qué yo, usuario, tengo que pagar por algo que me habéis regalado hasta ahora? ¿Qué culpa tengo yo de que os hayáis instalado en un modelo de negocio insostenible? ¿Por qué, pudiendo evitarlo, tengo que aceptar vuestras insoportables interrupciones en nombre de productos que ni quiero ni necesito?

Desde que la publicidad existe, ha interrumpido lo que estábamos haciendo para reclamar atención y consideración sobre una marca, producto o servicio.

En el lejano oeste, nadie esperaba al mercachifle que vendía crecepelo desde su carromato en medio de la polvorienta calle mayor. Simplemente llegaba al pueblo e intentaba ganarse la atención de los parroquianos. Irrumpía en sus quehaceres, al tiempo que intentaba convencerles de las bondades de sus mejunjes. Pero dudo mucho que culpabilizara al que pasaba de largo.

Después llegaron la prensa, la radio, el cine y la televisión. ¿Y acaso la publicidad que contienen, y con la que se financian, hace algo distinto que inmiscuirse para llamar la atención por cuenta ajena? Nunca nos hemos sentido culpables por ir al baño en medio de vuestros bloques. Ni por pasar página ante uno de vuestros anuncios.

Si conseguís captar nuestra atención, y luego demostráis merecerla, puede que os salgáis con la vuestra y terminemos comprando eso que ni esperábamos ni necesitábamos.

Desde que el mundo es mundo habéis inventado fórmulas para irrumpir en nuestra vida, tanto en el contenedor como en el contenido. El marketing experiencial ya se practicaba desde aquel carromato del antiguo oeste, las soap operas de la vieja radio no eran otra cosa que branded content, los product placement de los blockbuster cinematográficos nacieron para vender productos y financiar películas a la vez.

¿Por qué con internet debería ser diferente? Bien que me colocáis vuestros pre-rolls, banners, pop-ups, posts o tuits patrocinados.

Ah, no. Perdona. Internet ERA diferente.

¿No era la red el medio donde yo era el rey, el centro, el decision maker?

Pues bloqueándote no hago más que ejercer mi derecho. Lo hago porque quiero, pero sobre todo porque puedo.

No entiendo de qué te lamentas si tú, como usuario, harías exactamente lo mismo.

Pensar que la publicidad existe para hacer un mundo mejor, y pretender que todos abracemos ese buenismo vendedor tan de moda últimamente, quizá también es de una ingenuidad perversa. O creer que si una marca dice hacer el bien, lo hará bien en bolsa ¿no es otra ecuación falaz?

Si no para interrumpir, la publicidad se inventó para irrumpir. Y seducir. Y convencer. Y vender. Llamémosle el arte de interrumpir, si queréis. Si lo ejercéis con respeto, buen gusto y mereciendo la atención que reclamáis, quizá os concedamos algo de nuestro tiempo y de nuestra consideración a la hora de comprar.

Pero no esperéis más de lo que nunca os hemos dado.

Cuanto antes lo asumáis, mejor os irá.

 

 

 

 

 

Historias de éxito

por Álex Martínez

 

Según la Real Academia Española, entendemos por éxito el «resultado feliz de un negocio». Palabra que viene del latín exitus, «salida».   Quizá sea por eso, por etimología, que se asocie el éxito emprendedor casi inexorablemente a una buena venta.

Un amigo y compañero de profesión me dijo una vez que el problema de este país es que apenas tenía EMPRESAS, así en mayúsculas. Que éramos principalmente un país de vocaciones funcionariales y de pymes, porque estaba en nuestro ADN. Afirmaba que el mayor anhelo de nuestro empresario tipo era «bienvender», es decir obtener un buen dinero por su exitus. Mientras que en otras culturas, argumentaba, la mayor ambición era hacer crecer la empresa hasta convertirla en compradora en vez de vendedora.

Yo discrepé, naturalmente (me dolió, supongo que por alguna absurda reminiscencia de orgullo patrio). Y ejemplos para contradecirle no faltan. Pero, reconozcámoslo, son tan pocos que no sé si alcanzan para quitarle la razón.

Fijémonos en otra acepción de éxito: «buena aceptación que tiene alguien o algo». Lo cual nos lleva a preguntarnos cómo es el relato del éxito en tiempos de la llamada «generación más preparada de nuestra historia». Cómo se comunica el triunfo cuando lo protagoniza esa misma generación que ha sido empujada a creer que si no eres tu propio jefe eres un looser, que todo es posible y todo está por hacer, que si no te va bien es básicamente por tu culpa y que emprender una startup es la autopista al cielo (o sea, la vía más rápida hacia el éxito).

No deja de sorprenderme que la medida del éxito en el entorno «startapero» se deduzca principalmente de dos sumas. Por una parte está la que se «levanta» en rondas de inversión  (curioso término que también se utiliza para describir a quien logra convencer a alguien con dudosos fines y le «levanta la camisa»). Por otra, la que se logra al vender el negocio. Y todo ello a mayor gloria cuanto menor es el tiempo en que se logra.

La noticia que ilustra este post es solo un ejemplo. Pero es un ejemplo notorio. La imagen principal de la portada de La Vanguardia muestra tres jóvenes exultantes de alegría y al pie leemos «Una historia de éxito en el 22@» (nota para foráneos: el 22@ es el barrio techie de Barcelona). Y ese éxito no es otro que haber logrado «bienvender» su empresa a una multinacional.

El hecho no es criticable, desde aquí felicito a la gente de Social Point (250 millones de dólares son una suma envidiable). Lo que me llama la atención es cómo se cuenta su éxito, y que vender se considere el summum del logro empresarial.

Generalmente el relato del éxito tiende a dejar en segundo plano el propósito de la empresa. Aquello por lo que nació, por lo que es útil a la gente, por lo que sus usuarios han querido que forme parte de su vida.

Siempre he creído que es un error confundir los propósitos con los fines. En comunicación es grave. Pero aún lo es más emprendiendo.

Siempre he admirado a la gente que ama lo que hace y que hace lo que ama. Insisto: en lo que hace, no en lo que gestiona.

Quizá sea un romántico contracultural, como me dijo alguien hace poco. Pero creo firmemente que sólo si amas profundamente lo que haces, eso que haces terminará amándote a ti. Si, además, tienes la dosis adecuada de talento y te rodeas de quien debes, eso que haces estará cada vez mejor hecho. Dice Toni Nadal, el tío y entrenador del supertenista Rafael Nadal, que «es imposible mejorar si no amas lo que haces».

Esa clase de pasión siempre es contagiosa. Es oro puro para la comunicación. Se inoculará en tus colaboradores, en todos los eslabones de la cadena de valor, en tus clientes, usuarios o prosumidores. Todo ello te hará ser mejor en lo que haces.

En mi opinión, ahí están las claves del éxito que deberían estar bajo los focos. Las que deberían servir de inspiración y de ejemplo. Y no tienen nada que ver con atraer la mirada de un gigante multinacional. Éxito, no exitus.